miércoles, 27 de noviembre de 2013

La sonrisa del Presidente

Desde siempre, he conocido personas que dicen roncharse ante determinadas situaciones. Personas que reaccionan ante las palabras o los actos que no les gustan argumentando que se están llenando de erupciones. Yo no sé si esto será verdad. Nunca he visto este tipo de marcas, aunque sí que he presenciado cómo alguien se rascaba o directamente se rasgaba la piel de manera sistemática, provocándose a sí mismo arañazos varios que, después, picaron de verdad. No sé si entiendo esta afición del ser humano por fingir que le ocurre algo. Sí que entiendo, por otra parte, el uso de la metáfora. Creo que es un arte. Las metáforas ayudan a construir el mundo, a explicarlo, a pensarlo y a pensar con él. Son, a veces, un oasis entre tanto mensaje contradictorio. Sin embargo, con todo arte hay que tener cuidado, porque es muy fácil confundir la ficción con la realidad. Y no debemos olvidar que, en el arte y en la metáfora, se potencian determinadas cosas para que el resultado sea ilustrativo o totalmente disuasorio. Y a veces terminamos desencadenando un efecto dominó que resulta destructivo: exteriorizamos la metáfora y la llevamos más allá de lo que simplemente es, una forma de explicar algo. La hacemos realidad. Y cuando decimos tener ronchas, nos rascamos. Y convertimos el picor interior en arañazos tangibles. Y somos incapaces de pensar sin añadir al pensamiento este elemento, los surcos de las uñas.
Murakami: "Las metáforas ayudan a eliminar lo que nos separa".
Hoy he pecado de metafórica. O de quejica. Porque las metáforas son buenas cuando ayudan a ilustrar algo, pero cuando se tratan de simples usos generalizados en el habla, o de simples gracias, son peligrosas. Hoy, la verdad, he caído un poco en la banalidad. He leído en el periódico que nuestro estimado Presiente del Gobierno, ser que representa al español medio (perdón, ¿qué?, me da un golpe de tos), abogó por responder a determinadas cuestiones sobre las cuchillas en la valla de Melilla con una flamante, esplendorosa, radiante sonrisa. Y mi primer pensamiento fue: "me roncho". "Me roncho", pensé. Y empecé a rascarme los brazos haciéndome a mí misma una gracia. Pero, vamos, que no me picaba la piel sino la conciencia. No me picaba el cuerpo sino lo que tengo dentro del cráneo. Me picaba el simple hecho de saber que el señor que nos representa ha sido capaz de sonreír ante una pregunta sobre cuchillas que desgarran cuerpos humanos, causando incluso la muerte por hemorragia a una persona. Una persona, repito; una persona que biológicamente es exactamente igual que nuestro señor Presidente. Desgraciadamente, esto sólo se da si hablamos de biología. Pero el ser humano conlleva significados.
Yo me rascaba, dándole vueltas una y otra vez a la oración. Al final, terminé arañándome un poco. Me arrepentí de haber usado la metáfora de las ronchas y de haber abogado por rascarme en un acto de humor o de simple complacencia, de haber omitido que lo que realmente me dolía era el alma por ser más empática que las personas que pueden evitar estas situaciones. 
Podría decirte que la sonrisa de Rajoy representa la separación por vigas de hierro de las distintas castas humanas, de los subgrupos de nuestra condenada especie. Podría decirte que la sonrisa del Presidente ejemplifica un leve caso de locura, un lapsus, o tal vez uno de esos tics nerviosos que determinadas personas desarrollan a lo largo de la vida. Podría decirte que la expresión en la cara de este señor quería evidenciar respeto o compasión, o ternura ante unas personas que se desgarran los brazos por entrar a su país o cachito de tierra (yo ya no sé qué demonios es). Podría decirte que Mariano pensaba en lo tonto que resulta que cruzar un espacio mínimo de tierra pueda causar heridas, en lo pernicioso que es para un país utilizar métodos como éste para evitar la intrusión de personas de forma ilegal en su territorio, destrozando los Derechos Humanos y evidenciando aquella definición de Gobierno que, en clase, me pareció tan rematadamente anacrónica: el Gobierno es quien tiene el monopolio de la violencia. Podría decirte, incluso, que Rajoy se acordaba de un chiste sobre perritos vestidos de Papá Noel. Pero no quiero mentirte. Me duele hacerlo. Te lo prometo. Y no sé encontrar por mí misma una verdad, una explicación para esta ascensión de las comisuras labiales del Presiente. Quizás quisieran volar hacia las nubes para escaparse de él, para dejar de estar estáticas. No lo sé. Necesito, por enésima vez, ayuda del diccionario, porque supongo que me sabe mejor que las definiciones las den otros que no hayan sido capaces de rascarse hasta arañar las zonas que otros tienen que coser.
He tenido la mala fe, entonces, de buscar 'sonrisa' en mi amigo el DRAE. "Acto y efecto de sonreír", dice. No importa, a veces hay que tirar un poco del hilo. Busco 'sonreír'. "Reírse un poco o levemente, y sin ruido", explica. Este diccionario es como los creadores de opinión; si te quedas con lo que te da y no te aferras a una pista mínima para seguir rebuscando, vas a quedarte con lo que quiere enseñarte. Así que tecleo 'reír', dejándome un poco los dedos. "Celebrar con risa algo"; "manifestar regocijo mediante determinados movimientos del rostro, acompañados frecuentemente por sacudidas del cuerpo y emisión de peculiares sonidos inarticulados"; "hacer burla o zumba"; "dicho de algo deleitable, como el alba, el agua de una fuente, de un prado ameno, etc: Infundir gozo o alegría"; "dicho de una persona: Despreciar a alguien o algo, no hacer caso de él o de ello" y "dicho de la tela de un vestido, de una camisa o de otras cosas, por muy usadas o por la calidad de la misma tela: Empezar a romperse o abrirse". Éstas son las definiciones que me brinda. ¿A que tirar del hilo causa buenos resultados? ¿A que sí?
¿Qué puedo decirte, entonces, de la sonrisa del Presidente? Casi parece un título de libro o de película, un sintagma de ficción. Y es que a veces me pregunto si no viviremos en una de esas metáforas que, a fuerza de ser dichas, terminan recayendo sobre la realidad. Metáforas psicosomáticas, las llamaría. ¿Qué puedo decirte? Pues, simplemente, que Rajoy sonrió ante una pregunta sobre las cuchillas en la valla de Melilla. Que elevó las comisuras de los labios, ejerció la "acción y efecto de sonreír", se rió levemente y, también levemente, celebró algo con risa, manifestó un leve regocijo, hizo una leve burla o zumba, consideró la pregunta levemente deleitable, despreció levemente o hizo un leve caso omiso de algo o alguien, o ha empezado levemente a romperse. Al menos esto es lo que con su gesto me muestra, lo que debe evidenciar una sonrisa según el diccionario aunque, a mi juicio, falten definiciones. Al menos esto es lo que ha dejado ver a millones de españoles. Y qué decir de los africanos, quienes sí que se habrán ronchado ante este amago de omisión. Qué decir. Lo único que puedo articular hoy, con los dedos en formación de tenedor, es que se ha perdido el amor al ser humano y hemos dejado que nos dividan, que nos moldeen, que nos hagan tener que elegir entre vivir mal o rasgarnos las extremidades. No a mí, pero pertenezco a una especie y me identifico con ella, y no voy a aferrarme a principios y fronteras que hemos impuesto para justificar violencia indirecta. Porque díganme, señores representantes de mi voluntad: ¿para qué se inventó la cuchilla, el concepto de cuchilla, si no es para cortar? ¿Para dar miedo? ¿Para persuadir? ¿Para alejar a personas de personas? Eso son, créanme, simples metáforas psicosomáticas. Y yo no voy a aceptarlas. No voy a aceptar las consecuencias de una verdad íntegra. No voy a aceptar el miedo como elemento persuasor, y mucho menos si este miedo representa sangre. Porque al final, no nos diferenciamos tanto de quienes han ejercido la cultura del miedo. Y, de la misma forma que una sonrisa es una sonrisa y no una metáfora, una cuchilla es una cuchilla. Y me da igual quien las pusiera, o que tengan que salvaguardar la seguridad del país. No voy a entrar en eso. Simplemente me pregunto cómo algo hecho para hacer daño puede significar seguridad. Y también cómo alguien puede sonreír por ello.
Creo que, después de todo, tengo una roncha. Perdona, Loly, por cuestionar tus erupciones. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

de sonidos, moldes e intenciones

Glup. Glup.
Quizás te esté evocando un borracho que bebe, ya con la piel y los ojos amarillentos por el paso de la vida y, sin más, el del alcohol por la garganta. ¿Quién sabe?, quizás te lo imagines con boina, melena, una mano apoyada sobre la barra más fea del mundo y la otra, empecinada, empujando el vaso y derramando con suavidad el vino, ron, vermouth, o simple aguarrás sobre el esófago.
Glup. Glup.
Tal vez te evoque un río y el chapoteo de unas manos en el agua, la fuerza transmitida a algo que nunca se rompe porque, aunque la Biblia diga lo contrario, el agua siempre busca cómo rellenar los huecos. Autogenera su propia forma, se reinventa pasito a paso.
Glup. Glup.
O un par de gotas valientes que se desprenden del grifo de la cocina y caen sobre un cacharro.
Glup. Glup.
O la ebullición. Burbujas. Movimiento. Renovación.
Glup. Glup.
O quizás las gotas de lluvia que atacan la ciudad como soldados que saltan del avión de combate con miedo a desplomarse sobre la tierra yerma o una mierda, que temen su propia fragilidad pero, a la vez, no temen una revolución consistente en empapar zapatos.
Glup. Glup.
O una cena elegante y un camarero que sirve vino en una copa, y el chapoteo del líquido al pasar, de repente, de un recipiente a otro, al desprenderse de una parte de sí mismo que será tragada, digerida, parcialmente expulsada.
Glup.
Yo me imagino peces. Una pecera perfectamente redonda, con una redondez únicamente rota por una apertura en el punto álgido que sea para los pececillos como la luz en lo alto del pozo que una vez describió Murakami. La esperanza, o a su vez la desesperación convertida en materia, y sí, hablo de materia y me refiero a un agujero, a una ausencia, porque donde la oscuridad representa la nada y tapona el mundo, un pedazo de cielo que pende sobre la coronilla debe ser, cuanto menos, como una luna, una foto o una cuerda de escalada. Una pecera, en fin, con pinta de pozo. Y pececillos que nadan. Peces de colores, o en blanco y negro, qué importa. Y el agua. Pienso en agua, porque 'glup' representa siempre el líquido, la revolución de una sustancia que se adhiere al estado más dúctil de la materia, al estado de la búsqueda pero, a la vez, de la sumisión.
Imagino peces, y aquella frase de Córtazar: "A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera; casi nunca tocan el vidrio con la nariz".
Por alguna razón, imagino los peces quietos. Quizá porque las palabras de Cortázar calaron ya en mí en su momento y ahora no soy capaz de imaginar una pecera en la que los peces se acerquen al cristal e intenten hacerse dueños de la existencia posterior al molde de su agua. "Que se muevan", pienso a veces. Que se muevan, que naden, que sean peces y no estatuillas fabricadas en masa. Que huelan, que curioseen, que llenen los resquicios. Que saboreen, que giren, que toquen el vidrio. Pero no. Después de la analogía de Cortázar no soy capaz de ver peces en movimiento, ni siquiera en combustión. 
Pero el agua sí se mueve. No hay olas, porque una pecera es simplemente una recreación de un medio, y la ciencia pecerística no está ni por asomo tan desarrollada como para recrear el mar y todo lo que éste conlleva. En realidad, no tengo ni idea de por qué el agua convulsiona. Nadie mete el dedo y la revuelve, ni agita la pecera en un intento de que los pececillos salgan de su sueño y echen a volar (porque un pez que no se mueve puede ser un pájaro, o un tren, o una flecha). Supongo que en algún momento anterior a lo que mi imaginación augura, los peces se movieron. Y quizás ese movimiento pretérito sea precisamente lo que les lleva a estar quietos. Pero el agua, en fin, se mueve. Y en su superficie se crean ondas, espirales, pequeñas olas artificiales, el líquido sube y baja, se equilibra constantemente, y lucha. Lucha contra el cristal que le impone una forma, porque no creo que seas capaz de explicarte, o al menos yo no lo soy, cómo un puñado de agua puede tolerar una redondez absoluta. El agua, al moverse, intenta desmoldarse.
'Desmolde' significa 'acción de desmoldar'. Y molde, 'instrumento, aunque no sea hueco, que sirve para estampar o para dar forma o cuerpo a algo'. Un molde es una barrera externa que oprime un cuerpo hasta darle su propia forma. Es decir, traslada su forma íntegra a un campo que no le pertenece y, a fuerza de rodearlo, termina creando una copia suya que está constantemente en tensión por extenderse. El molde coarta el cuerpo, le impide desarrollar su estado más natural y mostrarse con el contorno que él reconoce como suyo. El agua, en la pecera, no es agua, sino agua con forma de pecera. Y el agua con forma de pecera no tiene absolutamente nada que ver con el agua con forma de mar. Tal vez sólo la cohesión de las miles de partículas, gotitas que se agarran unas a otras y se vuelven una, pero también estas gotas, en el mar, corren a su antojo. En la pecera deben formar, por opresión, un ente redondo. Y el movimiento acuático de la pecera se traduce como la lucha desesperada del contenido para liberarse, desparramarse sobre el suelo y buscar una bajada por la que fluir.
Quizás tenga el agua, en este sentido, una responsabilidad. La de desmoldarse, ejercer esa acción mediante la que se liberará de la maldita pecera. Creo que es por esto por lo que el agua convulsiona al más mínimo contacto, y escuchamos un 'glup glup' cada vez que chapotea. Es por esto que la copa de vino se vacía sobre la garganta al más mínimo vuelco y no se queda estacionada en el vaso bajo hasta que el mundo llegue a su fin. Es por esto que las gotas se desprenden del grifo, y aunque pueda parecer un parto, es simplemente una huida. Es por esto que a las gotas de lluvia les importa un pimiento precipitarse desde la nube, aunque caigan sobre el asfalto o una azotea o la boca de un adolescente. Y es fácil cuando el líquido encuentra un escape vertical, cuando la naturaleza o incluso el hombre le otorga la libertad necesaria para escaparse. Un empujoncito. Pero, cuando el agua vive en la pecera, no tiene escapatoria. Porque la fuerza del agua nunca será más fuerte que el cristal, y el cristal siempre será el molde que presione el contenido y vuelva inútiles sus gritos de esperanza.
Sin embargo, dentro de la pecera hay peces. Peces que están quietecitos, aletargados, hastiados de nadar en círculos. Peces terriblemente dignos de las palabras de Cortázar. Y para el agua de pecera, tener cuerpos en sus tripas es un alivio. O lo es cuando éstos nadan, tocan el vidrio con la nariz y no son cosas, sino seres. Los peces deben asumir la responsabilidad, que no sólo es del agua, de moverse, empujar, tirar, chocar, resbalar, machacar, placar, aletear, golpear, saturar, dar coletazos. El estado natural del agua es la extensión, pero un cuerpo no puede confiar simplemente en que su instinto o destino sea la salida. Tenemos que ser capaces de utilizar aquello que llevamos dentro, no solamente nuestra esencia humana, y convulsionar como cuerpos febriles en un acto que, a fuerza o estrategia, nos desmolde. La única vía de la dignidad humana es no confiar sólo en nuestro agua, sino también en nuestros peces. Y ser nuestros peces, e identificarnos con ellos, y apelar a aquella parte dormida del ente no sólo biológico que somos. Ser nuestros peces para mover lo que guardamos en el fondo, en el interior de unas costillas que todavía no se han roto porque los latidos que esconden no son, ni por asomo, lo suficientemente fuertes. Nadar, nadarnos por completo, descubrirnos mediante el curioseo y la autoinvestigación es una obligación y un derecho. Y utilizar esta natación, este movimiento para no volver a aletargarnos jamás, también lo es. Porque, sí, el estado natural del agua es luchar por fluir y buscar una salida, un agujero ínfimo, pero el de los peces es moverse, nadar, chapotear. Es por esto que la imagen del pez quieto me chirría, y es por esto, también, que esa maldita frase de Cortázar me llegó tan dentro cuando la esnifé con las pupilas. Porque somos agua y peces, y el agua es indispensable para que los peces vivan, pero los peces son insoportablemente necesarios si el agua quiere que algo haga fuerza y se aproxime a tocar el cristal con la nariz.
¿Te imaginas, entonces, un mundo de peces y agua? ¿Un mundo sin peceras? No un mar, sino un mundo de gotas libres. Yo sí. Todavía la experiencia no me aporta demasiado, pero creo que, si hemos llegado a este punto, es porque en algún momento decidimos tomar un camino que tenía una vía paralela. Y aunque las paralelas jamás se toquen, tenemos pies para saltar y la fuerza suficiente para impulsarnos, y la valentía mental necesaria para empezar a pensar que no tenemos por qué estar constreñidos por lo que nosotros mismos, tiempo atrás, construimos. Porque hay una diferencia entre una pecera y nuestro molde: el agua y los peces fueron añadidos en la pecera por un tercero, pero estos moldes los hemos creado nosotros, no sé si con malas decisiones o con decisiones buenas que ya quedaron obsoletas. Pero, sinceramente, yo quiero y me pido a mí misma tocar el vidrio con la nariz tanto como me permita la esperanza que me otorga esa pequeña luna que pende del cielo, la apertura de mi pozo, el tope de mi molde.
Así que esto es, finalmente, una declaración de intenciones. Vas a leer aquí un poco de mi desmolde, porque tengo la sensación de que escribir me ayuda a aspirar el olor del cristal mojado.

Y, como las buenas noticias se dan en voz baja, o eso escribió también Murakami, te doy una: todo en la vida evoluciona.